En las dos ocasiones que visité Mont Saint-Michel para documentarme antes de escribir una novela me acompañó Duende, mi inolvidable pastor blanco suizo. En la primera, ascendió con gallardía y agilidad hasta la abadía; en la segunda, nos aguardó en el hotel donde nos hospedábamos, a un paso del enigmático enclave. El tiempo estaba deteriorando con crueldad sus articulaciones.
El islote, que tiene algo más de ochenta metros de altura, está formado por roca granítica. Y aunque el hombre ha modificado los arenales que lo rodean, aún se puede sentir el latido de la Tierra con una sobrecogedora claridad.
La idea de desarrollar parte de la trama de “Los fantasmas de Bécquer” en las calles de Mont Saint-Michel fue ganando espacio en mi mente a medida que recorría aquellas centenarias calles de piedra. En cambio, la segunda visita, unos años más tarde, para ambientar “La espada del diablo” era obligatoria, puesto que la abadía forma parte de la llamada Línea Sacra de San Miguel, a lo largo de la cual se iban a desarrollar las peripecias del caballero templario William de Yorkshire.
Pero en ambas ocasiones, mientras paseaba por la noche a solas con Duende por las inmediaciones del islote, me parecía haber viajado en el tiempo hasta los días en que los hombres no habían alterado el entorno y el mar invadía la tierra que lo rodea. Nos encontrábamos en medio de un teatro donde la Naturaleza representa en doble función diaria una de sus obras más espectaculares. Las mareas que se producen en esta bahía de cuarenta y cinco mil hectáreas se encuentran entre las más fuertes del mundo. En los equinoccios el mar se aleja de la tierra hasta dieciocho
kilómetros de distancia para, después, avanzar como una furia a más de sesenta metros por minuto.
Estoy seguro de que un día regresaré a los pies de la abadía arrastrado por la marea de mi imaginación.