En el valle burgalés de Losa, en lo alto de un farallón inexpugnable, se encuentra una de las iglesias más misteriosas de España. Una edificación adecuada para ser consagrada a un tipo llamado Pantaleón, y cuya biografía lo hace digno de mi interés.
Pantaleón estudió Medicina con el famoso Eufronio, y de él se cuentan proezas entre las cuales no fue la menor invocar a Jesús y resucitar a un niño que había sido mordido por una serpiente. Después, con el emperador romano Diocleciano en el poder, resulta perseguido y encarcelado. Pero hay un par de cosas notables que le diferenciarán de los demás: intentan matarle de seis maneras diferentes, y todas resultan baldías.
Al parecer, le arrojaron a un caldero repleto de plomo derretido, pero el santo enfrió el caldero y salió tan fresco. Le abandonaron luego en el mar con una piedra al cuello, lo que debía contribuir sin duda a su ahogamiento, pero asombró a sus verdugos caminando sobre las aguas. Más tarde, le echaron a las fieras del circo, lo que tuvo la prodigiosa consecuencia de que las fieras se volvieran mansas. Y suponemos que ya al borde de un ataque de nervios, sus verdugos tomaron la decisión de atarlo a un olivo y decapitarlo sin más prolegómenos, pero resultó que la espada ejecutora se reblandeció y no había modo de cortar con ella ni siquiera el aire. Pero afortunadamente para los malvados, un día el santo decidió que le había llegado la hora de morir y se dejó decapitar el 27 de Julio de 305. Con todo, aún tuvo tiempo de un postrer milagro: al cortarle la cabeza manó sangre y leche y un olivo seco reverdeció. Y a partir de ahí, milagros, puesto que reliquias suyas van a parar a diversos lugares, caso de Ravella (Italia) o al mismísimo valle de Losa, lugar donde nos encontramos. De allí, se dice, llegaría al Monasterio de la Encarnación de Madrid la ampolla de sangre que se licúa coincidiendo con esta festividad.
El lector avisado ya se habrá dado cuenta de que todo este asunto tiene un trasfondo alquímico (cambio operado en los elementos, sangre), griálico (recipientes mágicos que contienen mágica sangre) e iniciática (resurrección de un muerto, muerte de la serpiente, decapitación propia del iniciado que pierde su identidad intelectual personal al modo de Santiago, Prisciliano y otros muchos). Además, eso de la cabeza nos da quebraderos de la misma y nos lleva a pensar en el Temple irremediablemente, como ahora se verá.
Porque resulta que esta enigmática iglesia a él consagrada pudo ser templaria. Y, por si no resulta suficiente ese atractivo, añádase la presencia de una enigmática figura en su portada al que llaman “Atlante”.
Estudios arqueológicos realizados en este farallón permiten saber que hubo presencia celta primero, romana después, y, seguramente templaria más tarde. Luego llegarían los sanjuanistas, como de costumbre, a echar mano de toda hacienda templaria. Como farero mudo, el atlante –vestimenta de aroma oriental, ¿al modo asirio?- custodia relieves de caras desconcertantes, seres tal vez torturados y símbolos enigmáticos.