Entre los siglos XII y XIII, se comienzan a ordenar como convenía las piedras en las catedrales de Noyon (1140); Senlis y Laon (1153); París (1163); Poitiers (1166); Sens y Lisieux (1170); Soissons (1175); Bourges (1190); Chartres (1194); Rouen (1200); Reims (1211); Auxerre (1215); Le Mans (1217) y Amiens, cuyo laberinto grabado en el crucero aparece en la fotografía. Recorriéndole un día, me pregunté de nuevo: ¿Qué sucedió? ¿Quién era el mecenas de tamaño proyecto que parecía pretender cubrir de santidad media Europa?
En una época donde la población no era abundante y donde, a pesar de las mejoras económicas y el tímido resurgir de las ciudades, el comer era aún necesidad y no vicio, ¿de dónde salieron tantos artesanos cualificados?
Se ha calculado que entre 1150 y 1350, sólo en Francia, debieron extraerse de sus canteras millones de toneladas de piedra para todos estos proyectos religiosos; es decir, que hicieron falta más piedras de las que se necesitaron en Egipto para construir las pirámides.
Y como creemos que no puede ser un mero accidente histórico que la multiplicación de ojivas, arbotantes y otras audacias matemáticas y arquitectónicas coincida con la salida a escena de nuestros caballeros templarios, planteé en mi libro “Los templarios y la palabra perdida” una teoría según la cual esta fiebre constructora y el propio arte gótico forma parte de las misiones ocultas del Temple. Según yo lo veo, lo que se pretendió fue democratizar el Secreto. ¿Qué Secreto? Sería largo de resumir en unos renglones cuando a ello he dedicado libros. A ellos remito al interesado.
Nace pues el arte gótico.
¿Es un arte nuevo o es herencia o perfección de los que antes hubo? En mi opinión, estamos ante algo nuevo. Una arquitectura con impulso ascensional, que obliga de inmediato, al entrar en una catedral, a alzar la mirada y erguir la columna por donde transita la serpiente Kundalini. Un arte que propone retos en sus arbotantes, arcos apuntados y bóvedas de arista, y que nos reta con enigmas irresolubles como los de los laberintos que adornan algunas de sus catedrales.