Cómics o, mejor aún, tebeos.
De niño, devoré tebeos. A puñados. Los coleccionaba, los encuadernaba. Soy quien soy en gran medida gracias a Mortadelo y Filemón y al resto de las criaturas nacidas de la imaginación de Ibáñez o de Escobar. Soy quien soy en mayor medida, incluso, gracias al Capitán Trueno. Y, más tarde, gracias a los clásicos adaptados a los lectores de mi edad con magníficas ilustraciones: Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Mark Twain, Arthur Conan Doyle, Charles Dickens… Libros que me hicieron viajar por el mundo sin moverme de mi casa y sembraron en mi interior la pasión por las aventuras, por la historia.
Y, con poco más de doce años, llegaron los primeros libros sobre misteriosos restos arqueológicos, sobre continentes perdidos… Y así fue como el niño de los cómics se apasionó por los enigmas históricos. Más tarde, llegaron los viajes, experiencias personales que dejaron una huella indeleble en mi alma y en mi memoria, encuentros con personas de las que aprendí que creer no está reñido con saber.
Me pregunto cuántos “niños de los cómics” hay en la actualidad. ¿Cuántos seremos en el mundo? ¿Cuántos mantenemos intacta la misma pasión y convicción de aquellos viejos tiempos, sin que nos haya derrotado la vida impregnándonos con ese cinismo escéptico que no procede de la duda, sino de la pose o del miedo al qué dirá la ortodoxia?
Me pregunto por qué hay –quiero creer que sigue habiéndolos- “niños de los cómics” y por qué otros jamás repararon en que la ortodoxia puede que lo sea no por ostentar la verdad, sino por ser más fuerte.
Te invito a conocer mi obra