Al occidente la segunda muralla, no lejos de la Puerta de Efraín, se explotaba desde el siglo VII a.C. una cantera de piedra calcárea que quedó abandonada en el siglo I d.C. La explotación dejó diferentes hoyas en el terreno, y entre ellas un picacho de unos cinco metros de altura al que, por su aspecto parecido a una calavera, los judíos lo llamaban Gólgota (“el cráneo”, en arameo) Los romanos le dieron el nombre de Calvario (“la calavera”), y lo emplearon para crucificar a los delincuentes.
Si damos crédito a los evangelios, no lejos de ese montículo tenía el adinerado José de Arimatea un sepulcro excavado en la roca que constaba de una pequeña antecámara y la cámara mortuoria, que se cerraba con una piedra redonda giratoria.
Los evangelios afirman que en ese picacho calcáreo fue crucificado Jesús la víspera del 14 de Nisam entre dos ladrones. Lástima que, como indico en mi libro “La vida secreta de Jesús de Nazaret”, los evangelistas no parezcan ponerse de acuerdo en muchos los episodios de la vida, y especialmente de la muerte, de su biografiado. Las contradicciones son tantas, que no puedo resumirlas aquí y ahora. Pero sí diré que contribuyen vigorosamente a que se dude de buena parte del relato.
Cuando el emperador Adriano visitó Jerusalén en 130 d.C., decidió erradicar todo sentimiento nacionalista judío arrasando literalmente la ciudad y construyendo otra de nueva planta encima de ella a la que bautizó como Aelia Capitolina. Ordenó edificar un templo dedicado a Júpiter sobre los restos del Templo de Herodes, y rellenó de escombros el Calvario, disponiendo encima un templete dedicado a Venus.
Todo cambió cuando en 326 d.C. Helena, la madre de emperador Constantino, visitó Jerusalén. Puede considerarse a esta mujer, tal vez junto con Pablo de Tarso, el mejor ejecutivo de marketing del cristianismo. ¿Cómo es posible que acertara a encontrar, trescientos años después y en base a viejos relatos, no sólo el sepulcro de Jesús sino también la mismísima cruz donde lo clavaron? Increíble, ¿verdad? Pero así se cree, y así fue como se construyó la basílica del Santo Sepulcro, actualmente ahogada entre edificios, tejados y un batiburrillo religioso vergonzante para cualquiera, donde las diferentes ramas del cristianismo se reparten el templo como si de la túnica del propio Jesús se tratase.
Dentro de la basílica se incluye el Gólgota (cuando yo lo visité se podía tocar introduciendo una mano a través de un agujero practicado en una especie de urna), la Piedra de la Unción, donde la tradición asegura que Nicodemo y José de Arimatea embalsamaron el cuerpo de Jesús, y un poco más allá, dentro de un templete de mármoles de 8,5 metros de largo por 6 metros de alto y ancho, nada menos que el sepulcro de Jesús. O eso se afirma.
No añadiré más al relato. Lo mejor será que cada cual visite este enclave de mi lista de los 40 principales y extraiga sus propias conclusiones.