Asclepio (Esculapio para los romanos) es un personaje que me atrae, y no es para menos, pues conocía el secreto de la resurrección de los muertos. Y habrá que reconocer que ése no es un secreto menor. Además, intuyo que en los misteriosos ritos que en su honor tenían lugar en Epidauro se cocía algo sumamente apetitoso y peligroso. Su santuario se convirtió en el centro de estudios médicos más grande del mundo clásico. Allí estudiaban los “asclepíadas” o sucesores de Asclepio, entre los cuales se suele mencionar a Hipócrates, que algunos afirman que fue descendiente directo del dios.
Sí, del dios. Pues hete aquí que Asclepio no era un tipo cualquiera, sino hijo de Apolo y de la mortal Koronis. Una versión del suceso incluye el abandono del niño a su suerte, siendo alimentado por un pastor de cabras llamado Arestanas, quien, no obstante, se asustó al ver la aureola que rodeaba al pequeño, pues estimó con buen criterio que aquel bebé era cosa de los dioses.
A Asclepio lo educará en las artes, yo diría mágicas mientras la mitología habla de médicas, el centauro Quirón. Y perfeccionó su sabiduría de tal modo que alcanzó el poder de resucitar a los muertos, práctica que no le hizo ninguna gracia a Zeus, que primero lo deificó y luego lo mató con un rayo, para desesperación de Apolo.
Explorando el Peloponeso en cierta ocasión, me demoré en las ruinas de su santuario, que incluye también el impecable teatro diseñado por Policleto el Joven a finales del siglo IV a.C. y que tiene una acústica tan perfecta que asombra. En él se representaban obras con motivo de los rituales a Asclepio, de igual modo que se celebraban festivales en su honor cada cuatro años en el estadio que forma parte del complejo.
Presumo que los manantiales del lugar jugaban un papel importante tanto a nivel terapéutico como en los ritos que oficiaban los sacerdotes consagrados al dios. Pero, lamentablemente, me fui de allí sin descubrir el secreto de la resurrección de los muertos.