La Gran Pirámide de Keops es uno de los monumentos más maravilloso de cuantos he visitado. Narrar la impresión que me causó exteriormente y el impacto que me provocó su interior hasta alcanzar la llamada Cámara del Rey, requería un libro, y ése no es el propósito ahora. Únicamente, me referiré brevemente al supuesto sarcófago del rey, de tosco granito, que contrasta violentamente con la pulcritud del corte y pulimento de los gigantescos bloques de piedra que conforman la pirámide.
Aceptemos, al menos durante unas líneas, que realmente la pirámide se construyó por iniciativa del rey Keops, que perteneció a la IV Dinastía y cuya vida se desarrolló entre 2589 y 2566 a.C, según alguna de las cronologías más populares. ¿Realmente fue enterrado en el interior de ese sarcófago? (Las medidas del mismo son: interiores 1.977 m. de largo, 0.677 m. de ancho y 0.872 de alto, y las exteriores 2.278 m. de largo, 0.977 m. de ancho y 1.048 m. de alto)
El sarcófago es más grande que la entrada, lo que plantea un serio problema: resulta imposible sacarlo de ella. Por lo tanto, debió haber sido colocado en la Cámara del Rey durante o después de la construcción de la pirámide.
Esta Cámara, al igual que la de la Reina, posee conductos al exterior, que suelen interpretarse como canales de ventilación, pero no alcanzamos a entender para qué precisaba un cadáver estar “ventilado”.
No me detendré en los juegos numéricos que plantean tanto el sarcófago como la propia pirámide, ni las relaciones astronómicas que se han querido establecer a propósito de esta construcción. Me basta hoy con mencionara esta tumba como la primera de las trece que forman parte de mi vida por una u otra razón.