Mariano Fernández Urresti

EL TEMPLO DE SALOMÓN

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Mariano Fernández Urresti

Escritor e Historiador

Publicado el 9 de agosto de 2021

La Orden del Temple o de los Templarios, modo abreviado de la Orden de los Pobres Conmilitones del Templo de Jerusalén, recibió ese nombre por haberse forjado durante su brumosa estancia entre 1118 y 1128 en la zona a la que se suele aludir como Las Caballerizas del rey Salomón. Este enclave había formado parte del recinto religioso que mandara reconstruir Herodes, cuyo reinado se sitúa entre 40-30 a.C. hasta el 4 a.C. Pero su obra sería una reedificación tan solo del mítico primer templo que la leyenda atribuye a Salomón.

De aquel misterioso enclave quedaría hoy como un pálido recuerdo el llamado Muro de los Lamentaciones, que en sí mismo no sería exactamente parte de aquel templo, sino uno de sus muros de contención que, en la ladera inclinada del monte, sostenía el relleno artificial destinado a ampliar hacia el sur la superficie de la explanada. De ese muro, solo son restos de la construcción de Herodes las 7 primeras hileras de piedra, bloques rectangulares colocados sin argamasa; el resto es obra moderna.
Ahora bien, para que hubiera alguna base para las posteriores gestas templarias, debió haber existido previamente el rey Salomón y su magnífico santuario. ¿Tenemos pruebas de que así fuera? Lo cierto es que hay división de opiniones.

La historia traza una línea continua en el pasado de Israel en la que admite la existencia de la monarquía, inaugurada por Saúl, el cual gobernó entre 1025 y 1004 a.C. A Saúl le sucedería David (1004-965 a. C), y a éste su hijo, Salomón (965-928 a. C). Es decir, que nos encontramos unos doscientos cincuenta años después de que Moisés sacase presuntamente al Pueblo Elegido de Egipto.

¿Y el Templo? ¿Existió?

El primer Libro de los Reyes nos informa claramente de los propósito del monarca para su construcción. Salomón entabla conversaciones con el rey de Tiro Hiram (“1 Reyes” 3, 15-26) para obtener la madera de cedro y abeto necesaria a cambio de trigo y aceite. Después se menciona al mítico constructor del mismo, Hiram Abí: “El rey Salomón mandó traer de Tiro a Hiram, hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre tirio que trabajaba el bronce” (“1 Reyes, 7, 13-14). En “2 Crónicas” (2, 12-13) leemos que es el rey de Tiro quien envía al constructor: “Te envío un hombre experto y de gran habilidad, Hiram Abí, hijo de una mujer danita, pero de padre tirio”.

Tenemos descripciones del Templo en “1 Reyes” (6, 1-38), donde nos le presentan como un edificio de treinta metros de largo por diez metros de ancho y quince metros de alto cuya obra se demoró por espacio de siete años. Estaba recubierto de madera de cedro y ciprés. Su distribución interna constaba de un vestíbulo (ulam), un recinto sacro (hêkal) y el sanctasantorum (debîr). Flanqueaban su entrada, a modo de obeliscos, dos enormes columnas de bronce. La que estaba a la derecha fue llamada Jaquín; la de la izquierda, Boaz. La parte superior tenía forma de flor de loto, lo que aún tiene mayor aroma egipcio (“1 Reyes” 7, 21)

Posteriormente, el Templo sería saqueado por el faraón Sesac, y por Nabuconodosor en 597 a.C. Tiempo después, el persa Ciro permitirá a los judíos reconstruirlo, y finamente Herodes edifica el suyo sobre el lugar donde otrora estuviera el de Salomón. Finalmente, llegaría Roma y lo arrasaría llevándose sus tesoros, pero ésa es otra historia que conduce a otro de mis 40 principales.