Hace ocho años vi a Aia por primera vez. O más bien ella me “vio” a mí. Cuando escribí las líneas que más abajo reproduzco no imaginé cuánto iba a deber a aquella niña-mujer, cuántas personas iban a llorar con su historia, cuántas emociones prendería en el corazón de los numerosos lectores de “La pintora de bisontes rojos”. Nunca imaginé que aquella novela pudiera ser la primera parte de mi “testamento”, el resumen de lo poco que sé y la mejor expresión de lo que creo:
<<Y mientras el espíritu de Aia volaba por aquel inquietante universo, su cuerpo se incorporó en la sagrada Sala de los Espíritus Pintados. La Cierva Roja, el Caballo de Tupilek y todos los demás la vieron sentarse primero, reptar, incorporarse, contemplar con la mirada perdida aquel mundo de sombras, hasta que finalmente se colocó de espaldas a la claridad que llegaba desde el vestíbulo, mirando hacia la Cierva Roja. Y entonces, cogió con fuerza uno de los buriles de sílex y comenzó a realizar la obra de arte más excelsa de todos los tiempos.
En la zona más alta, la pintora trabajó de pie, convocando al viejo macho a la carrera; trayendo hasta esta realidad a otro animal que volvía la cabeza como para mirar a su autora, y a otros miembros de la espectral manada que veía en el Otro Mundo. Todos los bisontes eran diferentes entre sí, y se detenía especialmente al marcar las pupilas, las orejas, y los contornos de los cuernos. Se mostró especialmente precisa en algunos hocicos, en las lenguas y las barbas de los imponentes machos. También en la testuz, en la giba, en la cola y en los cuartos traseros, remarcando con pasmosa precisión las articulaciones de las patas y también las pezuñas.
Pero el frenesí no había hecho sino comenzar…>>