¿Qué diablos eran aquellos pinchos de piedra rascando la barriga de las nubes o, tal vez, incomodando directamente a Dios? Aquello no podía ser sino cosa de bárbaros, de godos. Y de ahí, dicen algunos historiadores del Arte, derivaría el término gótico empleado para definir a un estilo artístico que durante mucho tiempo fue una mera incomodidad incrustada entre el bendito arte románico y el racional arte renacentista.
Se miró al gótico por encima del hombro, despectivamente, durante mucho tiempo. Se veía en aquella manifestación una expresión de la barbarie germánica, y así lo creyó firmemente Worringer. Aquellas piedras que pretendían llegar al cielo, como pequeñas Babeles, no podían ser más que la expresión de unos bárbaros celtas simulando sus bosques sagrados. Y aunque es verdad que en el norte de Europa hubo antecedentes de este problema, lo cierto es que fue en el centro de Francia, en Île-de-France, donde se desencadenó la epidemia.
¿Era una evolución del románico como tantas veces se dijo? Creo que no. Se trata de un arte nuevo, diferente. La fachada románica, como recuerda el historiador Martín González, <<se concibe a través de un sentido matemático de proporcionalidad, a la que se otorga una significación religiosa>>. El gótico sólo respetará esa proporcionalidad en sus primeros momentos, pero pronto se muestra díscolo y rebelde, y decide ir por su cuenta en busca de la divinidad. Y además lo hace como si un fuego devorara a sus impulsores, razón por la cual solamente entre 1150 y 1250 se inician la friolera de ciento cincuenta monumentos, incluyéndose en el lote obras de la envergadura de las catedrales de París, Amiens, Sens, Rouen o Reims.
Hablar del arte gótico, aunque es obvio que tuvo otras manifestaciones, es hablar de arquitectura. Y hablar de arquitectura gótica es casi como hablar de dos elementos esenciales: el arco ojival y la bóveda de ojivas o de crucería.
Solo con estas dos herramientas el concepto arquitectónico románico saltó en mil pedazos. Si el arco de medio punto románico es hermano gemelo del equilibrio y la serenidad, el arco apuntado gótico no hace sino imprimir dinamismo y movimiento a la fábrica. Y si los bajos techos románicos resultaban opresores y ayudaban al recogimiento interior, ahora la suma de esos arcos que se prolongan por las naves y se cruzan mediante nerviaciones ofrece al asombrado visitante la bóveda de crucería. Martín González lo dice tan bien, que le copio: <<la bóveda de ojivas en sí no define al estilo gótico, pero es su base>>.
Antes de que este audaz estilo se desarrollara en el centro de Francia había tenido ciertas apariciones tibias en el norte de Europa. Los nervios se adherían con miedo en la catedral inglesa de Durham, por ejemplo, pero sin dar forma a las espléndidas bóvedas góticas francesas. ¿Por qué fue en el lugar donde germinó la Orden del Temple donde las piedras finalmente volaron desafiando a la gravedad en las auténticas catedrales góticas?
Tenemos, por tanto, el arco ojival y la bóveda de crucería. ¿Ya tenemos expresado la totalidad del arte gótico? Por supuesto que no. Hace falta añadir el brinco hacia las nubes, el deseo de elevarse, de izarse como un mástil que se siente libre para acceder a las estancias de Dios. Pero para poder sostener ese órdago frente a los dioses había que tener algo más que
audacia; había que contar con apoyos sólidos en el suelo, y ese papel lo cumplen en las catedrales los contrafuertes, pero que no se parecen en nada a sus primos lejanos del arte románico, puesto que aquí se apartan del edificio y van del brazo de él mediante los arbotantes, semiarcos de piedra que permiten también canalizar el agua que al final vomitan desde lo alto a
los mortales las gárgolas.
Mudan también de aspecto las portadas. Ya no hay una, sino tres. Y en medio, la cicatriz del arco apuntado delata el origen gótico de la catedral; las figuras escultóricas hablan entre sí, están pintadas, cobran vida…
La catedral es la metáfora de la ciudad medieval. En su construcción se unen el poder religioso y el civil. La nave mayor queda en manos de los heraldos de Dios en la tierra, pero en las laterales y en sus capillas el hombre laico tiene su parcela, se reúne en asambleas ciudadanas, intercambia productos en los mercados, se divierte en las representaciones teatrales…
Por la sala capitular se va a parar al claustro, que ve discurrir la vida desde el mediodía. A veces, el clero, adoptando la forma de canónigos, vive en la catedral, de modo que no debe extrañar que alrededor del claustro se disponga lo necesario para ello: el refectorio, los dormitorios, la biblioteca, la cocina…
Como se ve, el universo medieval gira ahora alrededor de la catedral, y ese giro se produce en Francia y en poco tiempo. Se precisa mucha piedra, pero no menos mano de obra que sepa lo que se trae entre manos y dinero para pagarla. ¿De dónde pudo salir tanto personal con instrucción y tanta plata con que pagar salarios?
Louis Charpentier ve en la catedral gótica la conclusión y cumbre de un proceso de conocimiento que fue madurando durante siglos entre las sombras místicas de las abadías románicas. Los benedictinos habían sido los guardianes del saber, es cierto; y también lo es que la catedral representó la máxima expresión de cuanto se podía llegar a saber entonces, pero teniendo en cuenta que la población de Francia y de los demás países no era tan abundante como lo es hoy en día, y añadiendo el hecho de que la esperanza de vida era menor que la actual, ¿cómo fue posible que
apareciera de súbito tal cantidad de gente sabiendo hacer de todo y todo bien? ¿Dónde estaban escondidos hasta entonces los maestros constructores, los canteros y los vidrieros? ¿Vivían todos a la sombra de los benedictinos? Y, de ser así, ¿Qué les hace salir de su madriguera en ese momento para mostrar al mundo su asombrosa pericia?
Las Cruzadas, dicen los historiadores, azuzaron los espíritus e impulsaron el deseo de rendir culto a Dios, y todo el mundo pagó lo que pudo para obrar el milagro de la catedral. Pero se olvidan de que todo sucede al mismo tiempo: las cruzadas, la milagrosa aparición de tanta gente con mano de santo para los oficios y la lluvia de dinero para pagar aquellas empresas.
A veces, el maestro constructor de una catedral lo era de otras. Y a la inversa: una catedral podía contar con más de un maestro. En el centro de algunos de los misteriosos laberintos que aún en alguna catedral gótica, como la Chartres, podemos admirar, el artista firmaba su obra. En algunas, incluso, se hizo enterrar, como sucedió con Pedro de Montreau, a quien dieron sepultura en la Capilla Santa de París y le facturaron con esta etiqueta: Doctor de las piedras.
De esta gente sin par se nos dice que sabían matemáticas y geometría, que caminaban a través de los problemas propios de esa profesión como si nada, y que no era extraño verlos dar buena cuenta de la división de un cuadrado en otras figuras. Por lo demás, dibujaban con tiento y buen pulso, sojuzgaban el universo de los planos en escala y estaban dotados de capacidad para coordinar a otros muchos artesanos misteriosos.
De haber podido estar allí, en la obra habríamos visto ir y venir a aparejadores y canteros. Estos últimos escribían con guiños en forma de marcas que siguen siendo motivo de encendida polémica aún hoy, y todo formaba parte de un argot particular, de un lenguaje propio que, de tener razón algunas versiones, fue el origen de la palabra gótico.
Pero, además de maestros constructores, aparejadores y canteros, se necesitaros vidrieros. ¿Dónde estaban agazapados hasta este excelso momento?
En medio de un bosque de maderos, en el tejado se oculta el hierro. El herrero y el vidrio andan de la mano. Y aunque la gente piensa habitualmente que la catedral gótica es más luminosa que la románica, ciertamente se equivocan. Las vidrieras se encargan de tamizar la luz de modo que ni el sol más radiante hace que dentro de las sagradas piedras haya más claridad de la debida, pero tampoco el día más nublado hará que haya menos iluminación. Es como si hasta la luz estuviera calculada al milímetro para producir una sensación de ensueño.
Las vidrieras, de colores perfectos, imposibles de lograr si no es con la ayuda de la alquimia, obligan a Dios a hablar. Cuentan que en el siglo XIII Durand, el prelado de Mende, en uno de esos momentos de acierto pleno que todos los seres humanos tienen alguna vez dijo: <<Las vidrieras son escrituras divinas que derraman la claridad del sol auténtico, es decir, de Dios>>.
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