LA ESTRELLA DE BELÉN

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Mariano Fernández Urresti

Escritor e Historiador

Publicado el 9 de agosto de 2021

La cuestión reside en creer o no el contenido de los evangelios. Quien dé crédito a lo que en ellos se cuenta deberá ser consecuente y aceptarlo todo, como por ejemplo el surrealista relato de Mateo a propósito de la adoración al Niño por unos enigmáticos Reyes procedentes de Oriente guiados hasta Belén de Judea por una “estrella”. No sabemos de qué parte de “Oriente” proceden, pero se presume que el viaje duró varios días, y la “estrella” “iba delante de ellos” (¿también durante el día?) para, en un espectáculo inédito, terminar por “posarse sobre el lugar donde estaba el niño” (literal, según Mateo).

Alguno se apresurará a decir que todo es una metáfora, que forma parte de la tradición narrativa oriental adornar el nacimiento de alguien especial con señales astronómicas. Y lo acepto, pero entonces se corre el riesgo de que se opine que el resto de los evangelios son igualmente un bonito cuento oriental, incluida la vida entera de Jesús.
Ha de ser así, una metáfora, porque de otro modo no alcanzo a comprender qué “estrella” se comporta del modo en que Mateo menciona. Y menos aún cómo es posible que hiciera lo que, según apócrifos como el “Liber de Infantia Salvatoris” o el “Evangelio árabe de la infancia de Jesús”, llevó a cabo: literalmente posarse en la cueva del nacimiento de Jesús.

Dicho todo lo cual, si viajan a Tierra Santa con el propósito de rastrear los escenarios de la supuesta biografía de Jesús se sorprenderán sin duda ante el monumental negocio orquestado a propósito de su figura por parte de las diferentes confesiones cristianas. Católicos, protestantes, coptos, griegos ortodoxos… cuentan con trocitos más o menos grandes de esa historia, o de eso presumen.

Entrar en la gruta donde presuntamente nació Jesús y contemplar la “estrella” que adorna el lugar del histórico alumbramiento me generó una sensación que no sé cómo calificar. Me pareció que el esperpento alcanzaba allí una de sus cimas más altas, y aún más con el muñeco que representaba a Jesús colocado en el lugar.

La primera basílica de la Natividad, ordenada construir en el siglo IV por Elena, la madre del emperador Constantino tras la milagrosa conversión de su hijo, incluía ya la cueva de marras bajo el presbiterio. Después, la basílica conoció destrucciones y reconstrucciones a lo largo de los siglos, pero es la más antigua de Tierra Santa y, tal vez, de toda la cristiandad. Carece de fachada propiamente dicha. En su lugar hay un muro rugoso y austero del tiempo de los cruzados, y apenas tiene una entrada chiquita (1,30 m de alto por 0,80 de ancho) que obliga al visitante al primer acto reverencial al franquearla.

Cuando yo la visité, la iglesia ofrecía el mismo desatino comercial de otros lugares de Tierra Santa. Para acceder a la famosa gruta se descendía por una escalera de mármol situada en el lado de la iglesia propiedad de los ortodoxos, y se emergía por el lado de los franciscanos. La gruta tiene 12 metros de largo y 3,5 metros de ancho, y a la derecha hay una cavidad que, sin el menor sonrojo, se nos presenta como el lugar exacto donde María colocó el pesebre y donde se produjo la Adoración de los Magos.

Testigo de mi estupefacción fue la “estrella” del suelo. Al mirarla, tuve claro que dos mil años atrás, si es que hubo tal fenómeno, el “cuerpo” u “objeto” luminoso capaz de posarse debió ser muy diferente.