Hacía un calor insoportable en el Valle de los Reyes cuando me dirigí a la tumba designada en su día como KV62. Admito que estaba muy emocionado por entrar en el mausoleo descubierto el 4 de noviembre de 1922 por el arqueólogo Howard Carter gracias a la financiación económica de su mecenas, lord Carnarvon.
Mentiría si no dijera que recordé la maldición que, según se ha dicho, sellaba aquella tumba, que había permanecido casi intacta desde que enterraron a su inquilino, un joven faraón llamado Tutankamón (Tut-Anj-Amón), que había muerto alrededor de 1323 a.C y cuyo reinado apenas había sido un suspiro sin importancia en la historia de Egipto. Varias personas fallecieron de un modo extraño, según algunos autores, y por causas perfectamente explicables, según otros, después de que Carter y Carnarvon hubieran abierto la cámara funeraria el 16 de febrero de 1923.
Magia, venenos, algún tipo de hongo… En esas cosas pensaba yo, cuando la realidad me abofeteó: estaba prohibido el acceso, me anunció un sonriente vigilante de dientes blancos y tez oscura.
Ni siquiera el mazo con el que el sol parecía castigarme me hizo tanto daño como aquella negativa. El tipo sonreía, y a mí me dio por leer en su mirada la solución al problema. Al final, todo tiene un precio, y él me hizo ver el suyo. De modo que un puñado de billetes me franqueó la entrada a otra de las tumbas de mi vida.