Bram Stoker vivió en dos casas en el barrio londinense de Chelsea. En una de ellas escribió “Drácula”, y yo no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión de visitarla durante aquel viaje a Londres en el que sentí que la sombra de un futuro personaje me perseguía.
La primera vez, ocurrió precisamente poco después de contemplar la casa donde Stoker alumbró su inmortal novela, frente a la que me fotografié como guiño a mi futura novela “Inmortal”.
Apenas nos alejamos del hogar de Stoker, se cruzó ante mí la enlutada silueta de un extraño clérigo. O tal vez no era extraño nada más que en mi imaginación, pero como apareció inesperadamente a mi espalda, mi mente comenzó a trabajar por su cuenta y decidí seguirlo hasta que se adentró en una vieja casa de aquel barrio. Al mirar hacia arriba, me pareció curioso que el edificio estuviera presidido por una figura que asemejaba inquietantemente a un dragón.
Creo recordar que fue al día siguiente, en Camden Town, donde me di de bruces con un maniquí que vestía un largo abrigo negro de cuero, muy gótico, muy victoriano. Al maniquí, alguien le había amputado la cabeza, y miré a mi alrededor buscando no sé aún qué. Tal vez, la misma sombra que me inquietó minutos después durante mi visita al cementerio de Highgate, donde algunos estudiosos de “Drácula” creen que se ambientó el gigantón irlandés para escribir la escena en la que Lucy es decapitada por los perseguidores del conde, tras clavar en el pecho de la No Muerta una estaca de madera.
Naturalmente, no había nadie cerca de mí. Nadie se reflejaba en el espejo de mis ojos.
¿Acaso podía ser de otro modo?
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