Lo que recuerdo de nuestras conversaciones en El Vaticano

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Mariano Fernández Urresti

Escritor e Historiador

Publicado el 27 de marzo de 2022
¿Qué decía la tradición pictórica? ¿Cómo habían obrado antes que tú los pintores que se habían enfrentado con ese tema?
La tradición proponía un Cristo que aparecía siempre como un juez justo que separaba con mano de hierro a los bienaventurados de los condenados, y los primeros no regalaban siquiera una mirada piadosa a los descarriados, mientras eran propulsados hacia la bondad del paraíso. Eso era lo que decía la tradición. Así habían interpretado el Juicio Final casi todos los pintores antes que tú. Pero ninguno de ellos era Buonarroti, y ninguno sabía lo que tú sabías.
¿No decía esa misma tradición que los ángeles tenían alas, los santos aureolas que los diferenciaban de los mortales y los demonios cuerpos de monstruos que nada tenían de humanos?
Era lógico que tú, para ser honesto con cuanto sabías, pintases otra cosa.
De modo que ideaste una escena gigantesca en la que se diferencian tres sectores coronados por dos lunetas en las que grupos de ángeles sin alas llevan volando la columna en la que Jesús fue azotado y la cruz en la que lo mataron.
En la parte superior imaginaste a Cristo, pero que nadie esperara piedad de él ese día. Harto de tanta miseria como había en este mundo, Jesús no podía mostrarse magnánimo, sino colérico. Y puesto que crees que se puede ver a Dios en la belleza de los cuerpos humanos, era lógico que el cuerpo de Jesús y el de la Virgen fueran más grandes que los de los demás personajes. De modo que proporcionaste a Jesús una anatomía escultural y un gesto lleno de “terribilitá”. Lo concebiste alzando su brazo derecho, separando cielo e infierno, trazando una frontera infranqueable entre las almas salvadas y las descarriadas. Pero, ¿qué rostro podías poner a Jesús?
Me confesaste que esa duda te perturbó durante mucho tiempo. Hasta que un día vino a tu estudio tu amado Tommaso di Cavalieri. A lo largo de los años vuestra amistad se había fortalecido, a pesar de que él se había casado e incluso tenía un hijo, lo que en su día te sumió en una profunda tristeza. Pero al verlo aquel atardecer en el taller de tu guarida romana en Macello dei Corvi recordaste al muchacho del que te enamoraste años atrás.
Recuerdo que me dijiste que el día en que conociste a Tommaso pensaste que su belleza superaba la de los mismos ángeles, que aquel rostro reflejaba la hermosura de Dios mismo. Y al verlo de nuevo aquella tarde, disipaste la duda sobre cómo debía ser el rostro de “tu” Jesús: ¡El rostro de Cavalieri sería el de aquel Jesús terrible!
Y como se te daba tan bien irritar a las autoridades, te dijiste: ¿qué mujer representa para ti mejor que ninguna otra la pureza del espíritu? ¿No era esa tu amiga Vittoria Colonna? Pues bajo el velo de la Virgen quien tenga ojos para ver descubrirá la nariz gruesa y los ojos tristes de tu confidente y poetisa.
Luego me invitaste a mirar a los bienaventurados y a los santos de tu Juicio. Me preguntaste si había observado su actitud. Y te dije que me sorprendía que ninguno pareciera estar en paz, a juzgar por la expresión de sus rostros.
Nadie podía ser tan miserable como para sentirse cómodo en el paraíso mientras innumerables almas caían a los abismos, me explicaste. Y si la tradición pictórica dictaba que los justos no se volvían a mirar a los pecadores, tú decidiste hacer lo contrario. En tu Juicio Final todo el mundo está condenado a sufrir, hasta los apóstoles como San Pedro, para cuyo rostro te inspiraste en el papa Pablo III, lo que tal vez fue una de las pocas concesiones al poder que te permitiste.
Comenzaste a pintar el monumental fresco de arriba abajo, empezando por la luneta en la que los ángeles llevan volando la cruz. Y un día en que andabas enfrascado pintando a los ángeles que con su trompeta anuncian la inminencia del Juicio, llegó de visita el papa, como era su costumbre. Pero Pablo III esta vez no venía solo, sino que lo acompañaba el agrio Bagio de Cesena, su maestro de ceremonias. Y al poco de poner sus ojos de rata en la pintura, Bagio vomitó su juicio.
-Santidad –dijo con voz rastrera- esos cuerpos desnudos no son apropiados para decorar la casa de Dios, sino más bien la de un prostíbulo.
Y tú tuviste la osadía de replicar:
-Mucho sabéis vos de la decoración de esos lugares.
El papa, que se sabía retratado nada menos que como San Pedro, quitó hierro al asunto y te dio vía libre.
No he olvidado que me dijiste que Bagio de Cesena te miró con ira cuando salieron de la capilla, pero tú no apartaste la mirada en ningún momento.
Cuando llegó el turno a la zona inferior derecha de la obra, allí donde Caronte golpea con el remo de su barca sin piedad a los condenados, tuviste una idea: ¿quién mejor que el propio Bagio de Cesena para encarnar a Minos, el juez que en las puertas del infierno decide la suerte de los recién llegados? Si Dante dice en su poema haberlo encontrado en los umbrales del infierno, tú lo situaste en la parte inferior del Juicio, casualmente sobre una de las puertas de acceso a la Capilla Sixtina. Y no dudaste en realizar un retrato que era más una caricatura cruel de Bagio de Cesena. ¡Pero si incluso le pusiste orejas de burro para subrayar su ignorancia!
¡Hombres y demonios!
Me confesaste que durante las largas noches de trabajo ante aquel fresco conversabas con el espíritu de Dante, lo mismo que yo hacía aquella mañana con el tuyo. Y le preguntaste al poeta si en realidad eran tan diferentes los hombres y los demonios que encontró en su recorrido por los círculos infernales. Y él te dijo que no, y por ello en tu Juicio hombres y demonios no se diferencian demasiado.
Al contrario de lo que dictaba la tradición, para ti los demonios no serían una degeneración o una mutación asquerosa de la belleza de los ángeles. Todos tendrían el mismo cuerpo humano, igual de musculoso, igual de bello. A excepción del tono oscuro de la piel y de la expresión malvada que la crueldad araba en sus caras, en nada serían diferentes de los otros personajes de la escena.
Me dijiste que cuando se inauguró la obra Bagio de Cesena montó en cólera y exigió que el papa hiciera pagar cara tu osadía por haberlo caricaturizado, pero que Pablo III, tras estudiar con atención el retrato de su ayudante, te miró primero a ti y luego sonrió.
Ninguno reparó en el juego de iniciación que proponías representándote a ti mismo en el despojo de la piel de san Bartolomé. Ninguno imaginaba que todos los conocimientos esotéricos que le atribuían al pedante Leonardo empalidecían ante los tuyos. Eso lo sé yo muy bien, gracias a ti, naturalmente. Y por eso también sonrío hoy recordando aquellas charlas nuestras. ¿Recuerdas cómo me miraba la gente en la Capilla Sixtina? Yo te pregunta y tú me respondías. Nadie más que yo te veía, y creían que yo hablaba solo. Como hoy, domingo 27 de marzo de 2022.
Nos han cambiado la hora, Michelangelo.