Hay una escena desgarradora en la “Ilíada” que me estremeció cuando leí a Homero en mis años de Instituto. Jamás la olvidé, pero regresó a mi memoria con insólita nitidez una mañana frente a la Puerta de los Leones de Micenas. Y anoche, volvió.
Príamo, rey de Troya, acude suplicante al campamento aqueo a implorar a Aquiles que le entregue el cuerpo de su hijo Héctor, al que el héroe griego había dado muerte a los pies de las murallas troyanas. Es el llanto del derrotado ante el vencedor. Es la súplica de un padre hundido por el dolor ante el temible guerrero que ha despedazado el cuerpo de su hijo durante un combate que sería recordado durante milenios.
El corazón del rey no va a sanar, pues no hay medicina capaz de lograrlo, pero enterrar a su hijo sería un bálsamo para él y su familia. Todo el mundo debiera tener derecho a enterrar a sus muertos, incluso tras una guerra.
El diálogo entre Príamo y Aquiles es tan bello como estremecedor. Pero lo que siempre recordé, lo que nunca olvidé, es que el aqueo vencedor honró la memoria del campeón troyano entregando el cuerpo de Héctor a su padre. Y decretó una tregua durante varios días para que se celebrasen los rituales que un hombre de la talla de Héctor merecía.
Sí, todo el mundo debiera tener derecho a enterrar a sus muertos, incluso tras una guerra. Aunque no te llames Héctor y no hayas sido derrotado por un campeón casi invencible. Casi. Sí, casi, porque la segunda lección que aprendí mientras leía a Homero es que la victoria nunca es eterna, que todos tenemos un frágil talón de Aquiles.