Desde que publiqué «Inmortal» me han preguntado muchas veces si creo en la existencia de los vampiros y respondo eso: creer es crear.
Desde la más remota antigüedad, textos y leyendas hablan de la existencia de personajes, más mitológicos que reales, que podríamos denominar vampiros.
Hace más de mil años en China apareció la crónica “Chi Wu Lhi” en la que se narran las fechorías de un chupador de sangre que sembró el pánico en una aldea próxima a Pekín. En la antigua Roma se temía a un vampiro volador, el Strix, y en África ecuatorial se habla de los “wengwas”, cadáveres que abandonan sus tumbas para alimentarse de la sangre de los vivos.
La creencia de que la sangre tiene virtudes rejuvenecedoras la encontramos a lo largo de la historia y en todos los lugares. Dioses crueles exigían tributos de sangre. Y de hecho los primeros conceptos de vampiros se aplican a seres que abandonan sus tumbas para alimentarse con la sangre de los vivos.
Fue durante la Ilustración, en el siglo XVIII, cuando en Europa comenzó a divulgarse esta creencia a raíz del texto que puede ser considerado la obra cumbre del vampirismo, “La alimentación de los muertos”, obra de Michael Ranffitius. Y en 1749 el benedictino Augustin Calmet publicaba su “Disertación sobre los Vampiros o Revividos”.
En el siglo XVIII aparecen ya en Yugoslavia documentos judiciales en los que se condena y sentencia a dos vampiros por ejercer como tales. Se trata de Peter Plogojewitz y de Arnont Paole. En relación a este último podemos decir que el Alto Mando de Belgrado encargó al epidemiólogo Glaser el estudio de las causas de la muerte de numerosas personas de la zona. Los enfermos, según comprobó el médico, sufrían fiebres alarmantes, dificultades respiratorias, una sed insaciable y dolores abdominales además de náuseas. Se ordenó el desenterramiento de 16 cadáveres y comprobaron que no había rastros de putrefacción, sino que mostraban una tez sonrosada e inexplicable.
Pronto se comenzó a culpar de todo ello al citado Paole, que había muerto cinco años antes y había confesado a su esposa que sirviendo en el ejército en Grecia le había atacado un vampiro. La justicia resolvió abrir su tumba y proceder a clavar una estaca en su corazón, puesto que se creía que así se acabaría con sus andanzas. Y así se hizo, aunque tardó en ejecutarse esa sentencia cuarenta años. Algunos patólogos, como Christian Reiter, trataron de explicar esas muertes hablando del Bacillus Anthrais, o Antrax, que habría atacado al ganado lanar y bovino y así se contagió la población. Otros hablaron de una anemia motivada por el estricto ayuno que había ordenado la Iglesia Ortodoxa. Pero lo cierto es que los vampiros seguían existiendo, como el que vivió en la aldea de Blow, en Bohemia, y del que nos habla Carl Ferndinand Von Schert en su libro “Magia Psthuma”. Se trataba de cadáver de un pastor que salía cada noche de su tumba y saludaba
por su nombre a los vecinos del lugar, los cuales morían unos días más tarde. Hartos de esa circunstancia, se decidió clavar una estaca en el corazón del difunto, pero al abrir la tumba éste les recibió con una sonora carcajada y salieron huyendo. El vampiro se vengó matando a todos ellos, y sólo pudo acabarse con él mediante el fuego.
La idea de que clavando una estaca en el corazón del muerto éste deja de ser un vampiro es uno de los remedios que se ha barajado, como el que se utilizaba en Alemania consistente en echar granos de arroz o maíz sobre la tumba, o incluso comerse tierra de la tumba del vampiro.
En cuanto a la descripción que se hace, se ha impuesto la que circulaba en Transilvania, donde se les pinta con aspecto sombrío, tez pálida y labios rojos, además de afilados colmillos, aliento fétido y fuerza sobrehumana. La obra “Drácula” de Bram Stoker popularizó esta imagen. ¿Creo en vampiros? En «Inmortal» hay un personaje llamado Deva que responde por mí.
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