Mariano Fernández Urresti

Altamira y el «hereje» Sautuola

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Mariano Fernández Urresti

Escritor e Historiador

Publicado el 16 de agosto de 2021

Hacia 1870-1872, un labrador llamado Modesto Cubillas encontró en la cima de una colina situada entre los pueblos de Santillana del Mar y Puente San Miguel (Cantabria) una grieta por la que se accedía a una cueva. Precisamente en el segundo de esos pueblos vivía Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888), hombre de formación académica, licenciado en Derecho, y apasionado de disciplinas científicas e históricas. A él confió su descubrimiento Cubillas, sabiendo de su interés por la historia regional.
Sautuola visitó la cueva por vez primera en 1875, y recorrió sus más de 270 metros, aunque para ello tuviera que arrastrarse para alcanzar las zonas más profundas de la galería. Casi al final, advirtió la existencia de unos dibujos negros, pero no le concedió al caso mayor importancia hasta que tres años después, tras acudir a la Exposición Universal de París, visitó el pabellón dedicado a la Antropología, donde se exponían objetos prehistóricos descubiertos en Francia. Aquella visita hizo prender una llama en su memoria, y recordó la cueva que Cubillas había descubierto años antes por puro azar.
A su regreso, Sautuola volvió a la cueva, llamada Altamira, en compañía de su hija María. Fue la niña la primera en descubrir las impactantes figuras existentes en el techo de una cavidad que el mundo conocería en el futuro como la Capilla Sixtina del Arte Cuaternario. María gritó: “¡Papá, bueyes!”. En aquel momento, ni ella ni su padre podían imaginar que aquellas figuras, en realidad bisontes rojos, cambiarían su vida por completo, y no para bien, precisamente.
Sautuola publicó un librito en el verano de 1880 titulado “Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander” en el que mencionaba el hallazgo de colgantes de piedra, sílex tallado, huesos trabajados por manos humanas…Y afirmó que aquella cueva había sido habitada por comunidades cazadoras prehistóricas, y que ellos fueron los autores de las impactantes pinturas. Sus afirmaciones fueron acogidas con agrado por la corriente “naturalista” que se extendía entre muchos científicos europeos desde mediados de aquel siglo XIX, enfrentándose ferozmente con los llamados “creacionistas”, cuya interpretación de la historia se apoyaba exclusivamente en la Biblia.
Lentamente, los hallazgos zoológicos y arqueológicos estaban minando la, otrora, posición hegemónica “creacionista”. En 1872, Gabriel de Mortillet había establecido incluso los períodos del Paleolítico (Achelense, Musteriense, Solutrense y Magdaleniense), pero España, también entonces era diferente. Los conservadores en el poder habían dictado en 1875, siendo ministro de Fomento Manuel Orovio, la “Segunda Cuestión Universitaria”, que prohibía que en la enseñanza hubiera postulados contrarios a la Iglesia. La consecuencia fue la expulsión de muchos profesores universitarios, que se incorporaron a la Institución Libre de Enseñanza.

En aquel contexto, Sautuola fue considerado poco menos que un hereje, y sus propuestas le granjearon la enemistad de casi todo el mundo. Los creacionistas le tildaron de anticlerical; y los evolucionistas no creían que el hombre prehistórico hubiera alcanzado el desarrollo intelectual exigible para pintar aquellas figuras asombrosas. Pero entre todos sus adversarios destacó por su agresividad Ángel de los Ríos y Ríos, un historiador conservador y clerical.
Desde esos sectores se propagó el bulo de que aquellas pinturas eran una burda falsificación obra de un pintor mudo llamado Paul Ratier, a quien Sautuola habría contratado. En 1881, los “expertos” emitieron informes contrarios a la antigüedad de la cueva. Entre ellos, el del paleontólogo francés Édouard Harlé, comisionado por los sabios franceses, que concluyó que se trataba de pinturas modernas realizadas con ayuda de luz artificial, dado que no había machas de humo procedente de antorchas, y que los pigmentos eran demasiado frescos.
Lo curioso era que tampoco la anticlerical Institución Libre de Enseñanza creía posible que un hombre prehistórico dominara la perspectiva lineal y aérea, y se resolvió que las pinturas eran obra de legionarios romanos durante las Guerras Cántabras (29-19 a.C.)
Marcelino Sanz de Sautuola murió sin ver reconocido su hallazgo. Hubo que esperar hasta 1902 cuando Émile Cartailhac, uno de los más furibundos opositores a Altamira, reconoció su error en un artículo titulado “Les cavernes ornées de dessins. La grotte d’Altamira, Espagne. Mea Culpa d’un sceptique”.

La sala de los polícromos

A lo largo de los 270 metros de la cueva se encuentran restos de arte prehistórico, pero la fama de Altamira se debe a una sala de menos de 20 metros de profundidad por 9 metros de anchura. En su día, el techo descendía hacia el fondo de la cavidad, siendo imposible estar de pie en su interior. Una grieta profunda divide ese techo longitudinalmente en dos partes diferentes. Al sur de la grieta, la zona que recibía más claridad del exterior, fue pintada antes (caballos rojos, grabados, algunos bisontes polícromos); la zona norte, oscura y llena de bultos redondeados por el proceso de sedimentación de las calizas, fue desechado primero, pero pintado después por el artista más extraordinario de la historia hace 15.000 años. Es allí donde están los famosos bisontes, y la gigantesca corza de dos metros de longitud. En mi novela «La pintora de bisontes rojos» asistirás en primera fila al instante en el que la chamán Aia convoca a esos sobrecogedores espíritus.