Las impresiones de Mariano Fernández Urresti sobre la tumba.
En el transepto sur de la Abadía de Westminster en Londres se encuentra Poet’s Corner (El Rincón de los Poetas), lugar donde reposan insignes escritores y grandes de la cultura británica.
En aquel lugar he llorado a un hombre a quien no conocí –o eso creo-. Lloré en silencio, solo entre una multitud que me rodeaba, y creo que nadie reparó en ello. De regreso a casa, necesité cuatrocientas páginas para saldar mi deuda con aquel muerto. Había dado forma a mi novela “El enigma Dickens”, pero aún no podía imaginar que ganaría con ella el Premio Jaén de Narrativa. Una novela repleta de fantasmas, casas encantadas, asesinatos y mesmerismo. Todo del gusto de Dickens…y del mío.
En una de esas páginas me encontré de nuevo en aquel mismo lugar gracias a uno de esos extraños hechizos que me resultan familiares mientras escribo:
<<En ese instante, repicaron las campanas. A continuación, la música de un órgano se adueñó del templo mientras el deán daba su despedida al hombre que había traído a este mundo a más de dos mil personajes. El busto del novelista William Makepeace Thackeray, situado en aquel rincón de la abadía, mostraba una expresión severa. Junto a la última morada de Dickens, como guardianes eternos, reposaban los huesos de los escritores Richard Cumberland y Richard Brinsley Sheridan…>>
El entierro que nunca debió ocurrir.
“Si Charles Dickens está muerto, ¿entonces también morirá Papá Noel?”. Según las biografías oficiales, esta es la tierna frase que expresó una niña que vendía frutas y verduras en el mercado de Covent Garden tras enterarse del fallecimiento del autor, ocurrido el 9 de junio de 1870 debido a una apoplejía. Esa muchacha bien podría ser uno de los personajes creados por el escritor de ‘Oliver Twist’.
El testamento.
El escritor se encargó personalmente de dejar para la posteridad un testamento en el que pedía lo siguiente: “Quisiera ser enterrado de la forma más económica posible, sin ostentación y en un funeral estrictamente privado; que no se haga ningún anuncio público sobre la hora o el lugar de mi entierro; que a lo sumo se empleen más de tres autos funerarios; y que los que asistan no usen bufanda, capa, lazos negros, bandas largas para el sombrero u otras cosas absurdas y repugnantes”, según recoge John Forster, amigo del alma y confidente del genio, en ‘The Life of Charles Dickens’.
Una cuestión de egos
Forster estaba al tanto de los aspectos más íntimos de su vida, como por ejemplo su relación con Ternan, que nunca reveló y que estuvo oculta hasta bien entrado el siglo XX”. Pero a pesar de querer con locura a Dickens y serle siempre leal, el biógrafo tramó un plan para su entierro en contra de su voluntad. La versión oficial admite que su cuerpo no fue inhumado donde lo solicitó el genio porque “todos los cementerios de la zona estaban cerrados”. En el plan ‘B’ figuraba la Catedral de Rochester, pero el escritor era tan querido por la sociedad británica de la época que los medios de comunicación se apresuraron a ofrecer su destino preferido, en el que finalmente descansaría el cadáver del literato: la abadía de Westminster.
El plan de enterrar a Dickens en la Esquina de los Poetas («Poets’ Corner») de Westminster fue orquestado por Forster y Arhur Penrhyn Stanley (quien era por aquel entonces el decano de la Abadía) desoyendo así la voluntad del escritor. De esta manera, “Forster podría concluir al fin el libro de la mejor forma posible, haciendo que Dickens entrara en el panteón nacional en el que estaban enterradas figuras tan famosas como Shakespeare, Geoffrey Chaucer o Samuel Johnson”. En el caso de Stanley, sus motivaciones fueron en su mayor parte egocéntricas: “Podría agregar a Dickens en su lista de personajes famosos cuyos entierros ofició, entre los que se incluían Lord Palmerston, el exprimer ministro de Reino Unido, Sir John Herschel, matemático y astrónomo, o el misionero y explorador David Livingstone”. Al fin y al cabo, conseguir inhumar a Dickens en la Abadía fue su mejor obra en vida, lo más destacado que hicieron en sus sendas carreras.
“Deja que yazca en la Abadía, donde los ingleses se reúnen para consultar los memoriales de los grandes maestros de su nación, las cenizas y el nombre del mejor instructor del siglo XIX no deberían estar ausentes”, escribió Stanley en una carta dirigida a la familia y recogida por Locker. Ambos se aliaron para pasar a la historia como el mejor amigo y biógrafo del escritor, mientras que el otro pasaría ser el encargado de oficiar la despedida religiosa a su cuerpo y alma. En todo caso, su jugada les salió bien y, a pesar del origen humilde del narrador y la cercanía que demostró hacia las capas más bajas de la sociedad, hoy en día se puede encontrar su tumba al lado de los personajes más ilustres de la nación británica.